David Graeber (2012). En deuda: una historia alternativa de la economía. Grupo Planeta. ISBN: 9788434405608. Capítulo 5: «Breve tratado sobre las bases morales de las relaciones económicas»
Definiré aquí como comunismo cualquier relación humana que opere bajo los principios «de cada cual según sus posibilidades; a cada cual según sus necesidades».
Admito que el uso de esta palabra es un poco provocativo. «Comunismo» es una voz que puede provocar intensas reacciones emocionales, sobre todo, evidentemente, porque tendemos a identificarla con los regímenes «comunistas». No deja de ser irónico, dado que los partidos comunistas que gobernaban en la URSS y sus satélites, y aún gobiernan en China y Cuba, nunca describieron sus sistemas como «comunistas», sino como «socialistas». El comunismo fue siempre un ideal distante y borroso, habitualmente acompañado de la desaparición del Estado, en algún momento en el futuro lejano.
Nuestra idea acerca del comunismo ha estado dominada por un mito. Hace mucho tiempo, los humanos tenían todas sus cosas en común (en el Jardín del Edén, durante la Era Dorada de Saturno, en grupos de cazadores-recolectores del Neolítico). Entonces sobrevino la Caída, como resultado de la cual estamos hoy en día malditos con las divisiones de poder y la propiedad privada. El sueño era que un día, con el avance de la tecnología y la prosperidad general, con una revolución social o con la guía del Partido, estaríamos en posición de volver atrás, restaurar la propiedad común y la gestión compartida de los recursos comunes. A lo largo de los últimos dos siglos, comunistas y anticomunistas han discutido cuán plausible era este regreso y si sería una bendición o una pesadilla. Pero todos estaban de acuerdo en un marco común: el comunismo trataba de la propiedad colectiva, el «comunismo primitivo» había existido en el pasado y algún día podía regresar.
Podemos llamarlo «comunismo mítico» o incluso «comunismo épico»: una historia que nos gusta contarnos. Desde los días de la Revolución francesa ha inspirado a millones de personas, pero también ha causado un enorme daño a la humanidad. Ya va siendo hora, creo, de desterrar de una vez toda esta historia. En realidad, el «comunismo» no es ninguna utopía mágica, ni tiene nada que ver con la propiedad de los medios de producción. Es algo que existe hoy en día, que se da en mayor o menor grado en toda sociedad humana, aunque nunca ha habido ninguna sociedad completamente organizada de esta manera, y sería difícil imaginar cómo podría ser. Todos actuamos como comunistas gran parte de nuestro tiempo. Ninguno de nosotros actúa como comunista constantemente. Una «sociedad comunista», en el sentido de una sociedad organizada exclusivamente en torno a este principio, nunca podría existir. Pero todos los sistemas sociales, incluso los sistemas económicos como el capitalismo, se han construido siempre sobre los cimientos de un comunismo ya existente.
Comenzar, como ya he escrito, por el principio «de cada cual según sus posibilidades; a cada cual según sus necesidades», nos permite mirar más allá de la cuestión de propiedad colectiva o propiedad individual (que a menudo no son más que una mera formalidad legal, en cualquier caso) y fijarnos en cuestiones mucho más inmediatas y prácticas, como quién tiene acceso a qué tipo de cosas y con qué condiciones. Allá donde se encuentre el principio operativo, incluso si se trata de dos personas interactuando, podemos decir que estamos en presencia de algún tipo de comunismo.
Casi todo el mundo sigue este principio si colabora en algún proyecto común. Si alguien que está arreglando una tubería rota dice «pásame la llave», su compañero no le preguntará, por norma general, «¿y yo qué obtengo a cambio?»… incluso si están trabajando para Exxon-Mobil, Burger King o Goldman Sachs. La razón es de simple eficiencia (irónico, teniendo en cuenta la creencia popular de que «el comunismo no funciona»): si realmente quieres hacer las cosas bien, la manera más eficiente de lograrlo es repartir tareas según habilidades y dar a la gente lo que necesita para llevarlas a cabo. Se podría decir, incluso, que uno de los escándalos del capitalismo es que la mayoría de las empresas capitalistas trabajan, internamente, de manera comunista. Cierto, no tienden a trabajar de manera muy democrática. La mayoría de las veces se organizan en torno a cadenas de mando de tipo militar y jerárquico. Pero a menudo hay aquí una interesante tensión, porque las cadenas de mando jerárquicas no son especialmente eficaces: tienden a promover la estupidez entre quienes se encuentran arriba, y un resentido arrastrar de pies entre quienes se encuentran abajo. Cuanto mayor es la necesidad de improvisar, más democrática tiende a ser la cooperación. Los inventores siempre han sabido esto; los emprendedores lo intuyen con frecuencia, y los ingenieros informáticos han descubierto recientemente el principio, no sólo en cosas como el freeware, de las que todo el mundo habla, sino incluso en la organización de sus empresas. Hewlett-Packard es un ejemplo famoso: la fundaron ingenieros informáticos (la mayoría republicanos) escindidos de IBM, en Silicon Valley, en los años ochenta, formando pequeños grupos democráticos de veinte a cuarenta personas con sus ordenadores portátiles en los garajes.
Es posiblemente por esto, también, por lo que en los momentos inmediatamente posteriores a un gran desastre (una inundación, un gran apagón o un colapso económico) la gente tiende a comportarse de la misma manera, regresando a un improvisado comunismo. Aunque sea por poco tiempo, las jerarquías, mercados y similares se convierten en lujos que nadie se puede permitir. Cualquiera que haya experimentado un momento así puede dar fe de sus especiales cualidades, de la manera en que perfectos extraños se convierten en hermanos y de la manera en que la propia sociedad humana parece renacer. Esto es importante, porque demuestra que no estamos hablando sólo de cooperación. En realidad, el comunismo es la base de toda sociabilidad humana. Es lo que hace posible la sociedad. Existe siempre la noción de que, de cualquiera que no sea un enemigo, se puede esperar que actúe según el principio «de cada cual según sus posibilidades», al menos hasta cierto punto: por ejemplo, si uno necesita saber cómo llegar a un lugar y el otro conoce el camino.
Tanto damos esto por supuesto que las excepciones son, por sí mismas, reveladoras. E. E. Evans-Pritchard, un antropólogo que en la década de 1920 realizó un estudio acerca de los nuer, pastoralistas nilóticos del Sudán meridional, describe el desconcierto que sintió cuando se dio cuenta de que alguien le había orientado intencionadamente mal:
En una ocasión pregunté el camino hacia cierto lugar y me engañaron deliberadamente. Regresé disgustado al campamento y pregunté a quienes me habían engañado por qué me habían indicado mal el camino. Uno de ellos respondió: «Eres un extranjero, ¿por qué deberíamos darte la dirección correcta? Incluso si un nuer extranjero nos preguntara cómo llegar, le diríamos “sigue recto por el camino”, pero no le diríamos que luego el camino se bifurca. ¿Por qué deberíamos hacerlo? Pero ahora tú eres miembro de nuestro campamento y eres amable con nuestros niños, así que de ahora en adelante te daremos la dirección correcta».
Los nuer están continuamente envueltos en guerras; cualquier extranjero podría resultar un espía buscando el mejor lugar para plantarles una emboscada, y sería poco razonable dar a esa persona información útil. Es más: la situación de Evans-Pritchard era obviamente relevante, pues era agente del gobierno británico, el mismo gobierno que no hacía mucho había enviado a la RAF a arrasar y bombardear a los habitantes de la colonia antes de reasentarlos allí por la fuerza. Teniendo en cuenta las circunstancias, el trato dispensado por los habitantes a Evans-Pritchard parece bastante generoso. Lo importante, sin embargo, es que se necesita algo a esta escala (un riesgo inmediato para la salud o para la vida, el bombardeo para aterrorizar poblaciones) para que la gente considere extraño darle a un extranjero una dirección equivocada.
No son sólo direcciones. La conversación es un dominio especialmente propenso al comunismo. Mentiras, insultos, humillaciones y otros tipos de agresión verbal son importantes… pero su poder deriva sobre todo de la asunción común de que no debemos actuar así: un insulto no hace daño a menos que uno asuma que el otro suele ser considerado para con nuestros sentimientos, y es imposible mentirle a alguien que no crea firmemente que uno dice, habitualmente, la verdad. Cuando realmente deseamos romper relaciones de amistad con alguien, dejamos de hablarle por completo.
Lo mismo se aplica a pequeñas cortesías como pedir una cerilla, o incluso un cigarrillo. Nos parece más adecuado pedir a un extraño un cigarrillo que su equivalente en dinero, o incluso en comida; en realidad, si uno es identificado como un compañero fumador, es difícil que rechacen tu petición. En estos casos (una cerilla, un poco de información, aguantar las puertas del ascensor) podríamos decir que el elemento «de cada cual» es tan ínfimo que la mayoría de nosotros lo hacemos sin siquiera pensar en ello. Y al contrario, lo mismo vale si las necesidades de la otra persona (incluso un extraño) son especialmente espectaculares o extremas: si se está ahogando, por ejemplo. Si un niño cae a las vías del metro, damos por supuesto que quien sea capaz de ayudarlo, lo hará.
Lo denominaré «comunismo de base» (baseline communism): el acuerdo en que, a menos que se consideren enemigos, si la necesidad es suficientemente grande o el coste suficientemente razonable, se entiende que se aplica el principio «de cada cual según sus posibilidades; a cada cual según sus necesidades». Por supuesto, comunidades diferentes aplicarán estándares muy diferentes. En las grandes comunidades urbanas impersonales, ese estándar puede no ir más allá de pedir una cerilla o una dirección. Puede no parecer mucho, pero establece la base para relaciones sociales más amplias. En comunidades más pequeñas y menos impersonales (especialmente en las que no tienen división de clases) la misma lógica llegará mucho más lejos: por ejemplo, a menudo es realmente imposible denegar una petición de tabaco, o incluso de comida, a veces incluso de un extraño, y desde luego, por parte de alguien considerado miembro de la comunidad. Exactamente una página después de narrar sus dificultades pidiendo una dirección, Evans-Pritchard resalta que a los propios nuer les resulta casi imposible, frente a alguien que han aceptado como miembro de su grupo, negarle casi cualquier cosa de consumo cotidiano, de modo que si se sabe que un hombre o mujer posee una reserva extra de cereal, tabaco, herramientas o aperos agrícolas, sabe que casi de inmediato verá cómo sus reservas desaparecen. Sin embargo, esta base de generosidad y abierto uso compartido no se extiende a todo. A veces, incluso, se da un valor trivial a las cosas compartidas justamente por eso. Entre los nuer, la verdadera riqueza es el ganado. Nadie compartiría su ganado por propia voluntad; en realidad, a los jóvenes nuer se les enseña a defender su ganado con su vida. Por esta razón el ganado nunca se compra ni se vende.
La obligación de compartir la comida, y todo aquello que se considere una necesidad básica, tiende a convertirse en la base de la moral cotidiana en toda sociedad cuyos miembros se vean como iguales. Otra antropóloga, Audrey Richards, describió una vez cómo las madres bemba, «tan poco impulsoras de la disciplina en todo lo demás», reñían duramente a sus hijos si, al darles una naranja o cualquier otra golosina, éstos no ofrecían a sus amigos compartirla. Pero en esas sociedades (y en cualquier otra, si lo pensamos bien) compartir es una gran fuente de placeres. Por tanto, la necesidad de compartir es especialmente acuciante tanto en las mejores como en las peores épocas: durante hambrunas, por ejemplo, pero también en momentos de extrema abundancia. Los informes de los primeros misioneros que trabaron contacto con los nativos norteamericanos incluyen, casi invariablemente, frases de sorpresa ante su generosidad en tiempos de hambruna, a menudo incluso hacia completos extranjeros. A su vez,
Al regresar de pescar, cazar o negociar, intercambian muchos regalos; si han obtenido algo inusualmente bueno, incluso si lo han comprado o se lo han regalado, dan un banquete para toda la tribu con ello. Su hospitalidad hacia toda clase de extranjeros es muy notable.
Cuanto más elaborado el banquete, más probable es ver compartir, de un modo u otro, algunas cosas (por ejemplo, comida y bebida) y una cuidadosa distribución de otras: premios en carne, ya sea de caza o de sacrificios, que se suele cortar y distribuir de acuerdo a elaborados protocolos o en función de intercambios de regalos igual de complicados. La manera de dar y recibir regalos toma con frecuencia un característico aspecto de juego, a menudo en consonancia con los juegos, competiciones, espectáculos y representaciones que suelen caracterizar las festividades populares. Como con la sociedad, en términos generales, se puede ver la convivencia como una base de tipo comunista sobre la que se construye todo lo demás. También contribuye a enfatizar que compartir no es sólo un acto moral, sino también de placer. Los placeres solitarios también existen, pero para la mayoría de los seres humanos las actividades más placenteras implican compartir: música, alcohol, drogas, chismorreos, dramas, camas. En la mayoría de las cosas que consideramos divertidas hay un cierto comunismo de los sentidos.
La manera más segura de darse cuenta de que se está ante relaciones de tipo comunista es que no se lleva contabilidad, y que incluso se consideraría ofensivo, o disparatado, hacerlo. Toda aldea, clan o nación incluida en la Liga Iroquesa, por ejemplo, se dividía en dos mitades o moedades. Se trata de un patrón común: en otras partes del mundo (Amazonia, Melanesia) hay también disposiciones por las que los miembros de una mitad sólo pueden casarse con miembros de la otra mitad, o comer sólo alimentos de la otra mitad; este tipo de reglas suelen diseñarse explícitamente para que cada mitad sea dependiente de la otra en cuanto a alguna necesidad básica cotidiana. Entre las Seis Naciones Iroquesas, se esperaba que cada mitad enterrase a los miembros de la otra. Nada sería más absurdo que una mitad quejándose de que «el último año enterramos a cinco de los vuestros, pero vosotros sólo a dos de los nuestros».
Se puede considerar al comunismo de base como la materia prima de la socialización, un reconocimiento de nuestra mutua interdependencia, la sustancia misma de la paz social. Aun así, en la mayoría de las circunstancias, esta mínima base no es suficiente. Siempre se actúa con más espíritu de solidaridad hacia unas personas que hacia otras, y ciertas instituciones se basan específicamente en principios de solidaridad y ayuda mutua. Entre éstos, los primeros son aquellos a quienes amamos, con las madres como paradigma de amor desinteresado. Entre otros están los parientes, maridos y mujeres, amantes, los amigos más cercanos… Éstas son las personas con las que compartimos todo, o al menos aquellas a las que sabemos que podemos recurrir en caso de necesidad, que es la definición universal de un amigo verdadero. Tales amistades pueden formalizarse ritualmente, en forma de «hermanos de sangre», que no pueden negarse nada uno al otro. Por tanto, cualquier comunidad se puede ver atravesada por relaciones de «comunismo individualista», relaciones individuales que operan, en diferentes grados e intensidades, sobre la base de «de cada cual según sus posibilidades; a cada cual según sus necesidades».
La misma lógica puede extenderse, y se extiende, a grupos: no sólo los grupos de trabajo cooperativo, sino casi todo grupo se define al crear su propio tipo de comunismo de base. Dentro del grupo se compartirán ciertas cosas, o serán gratuitas dentro del grupo; de otras se esperará que los miembros del grupo las proporcionen si se les piden, pero nunca se compartirán o proporcionarán a extranjeros: ayuda para reparar las redes en una asociación de pescadores, consumibles en una oficina, ciertos tipos de información entre comerciantes, etcétera. También hay ciertas categorías de personas a las que podemos llamar en determinadas situaciones, como para la cosecha o en una mudanza. Desde aquí se puede llegar a diferentes maneras de compartir, hacer fondo común, o incluso quién pide ayuda a quién para determinadas tareas: mudarse, cosechar o, en caso de estar en dificultades, obtener un préstamo sin intereses. Por último, están los diferentes tipos de «comunes», la administración colectiva de los recursos compartidos.
La sociología del comunismo cotidiano es un campo de enorme potencial, pero que, debido a nuestras peculiares vendas ideológicas, hemos sido incapaces de describir porque en gran parte hemos sido incapaces de verla. En lugar de intentar delimitarla, me ceñiré a tres puntos finales.
Primero: aquí no tratamos realmente con actos de reciprocidad, o, como mucho, sólo en su sentido más amplio. Lo que es igual por ambas partes es la seguridad de que la otra persona haría lo mismo por uno, no que necesariamente lo hará. Los iroqueses ejemplifican perfectamente lo que hace que esto sea posible: que tales relaciones se basan en una presunción de eternidad. La sociedad siempre existirá. Por tanto, siempre habrá un lado norte y un lado sur de la aldea. Por eso no se necesita llevar cuentas. De manera similar, las personas suelen tratar a sus madres y a sus mejores amigos como si siempre fueran a existir, pese a saber que no es verdad.
El segundo punto tiene que ver con la famosa «ley de la hospitalidad». Aquí hallamos una especial tensión entre un estereotipo común de lo que llamamos «sociedades primitivas» (personas sin mercados ni Estados) como sociedades en las que quien no forma parte de la comunidad se asume que es un enemigo, y los frecuentes informes de los primeros viajeros europeos, sorprendidos ante la extraordinaria generosidad demostrada por los «salvajes». Ciertamente, hay algo de verdad en ambas partes. Allá donde un extranjero es un potencial enemigo peligroso, la manera normal de superar el peligro es mediante algún dramático gesto de generosidad cuya misma magnificencia catapulte a ambas partes hacia esa sociabilidad mutua que es la base de todas las relaciones sociales pacíficas. Y es cierto que cuando uno trata con cantidades completamente desconocidas, hay a menudo un proceso de prueba. Tanto Cristóbal Colón, en La Española, como James Cook en la Polinesia, ofrecieron informes similares de isleños que o huían, o atacaban, o bien ofrecían todo lo que tenían, pero que después entraban en los barcos y tomaban cuanto les apetecía, provocando amenazas de violencia por parte de las tripulaciones, que se esforzaron por establecer el principio de que las relaciones entre pueblos extraños se atuvieran, en lugar de ello, a los «normales» intercambios comerciales.
Es comprensible que los tratos con extraños potencialmente hostiles provoquen una lógica del «todo o nada», una tensión que se conserva incluso en la etimología inglesa de las palabras host (anfitrión o huésped), hostile (hostil), hostage (rehén) y hospitality (hospitalidad), todas las cuales derivan de la misma raíz latina. Lo que quiero subrayar aquí es que todos estos gestos no son sino exageraciones de este mismo «comunismo de base», del que ya he dicho que es la base de toda sociabilidad humana. Es por esto por lo que, por ejemplo, la diferencia entre amigos y enemigos se articula tantas veces en torno a la comida, y a menudo en torno a los tipos de comida más comunes, humildes y cotidianos: como en el principio tan conocido (tanto en Europa como en Oriente Medio) de que quienes han compartido pan y sal nunca deben hacerse daño. En realidad, las cosas que existen, sobre todo, para compartirlas, a menudo se convierten en aquellas que no se pueden compartir con enemigos. Entre los nuer, tan liberales con la comida y las posesiones cotidianas, si un hombre mata a otro, se desata una enemistad entre familias. Todos los vecinos se ven obligados a escoger entre un bando y otro, y ambos bandos tienen estrictamente prohibido comer con los del otro, o incluso comer o beber de un vaso o cuenco que alguien del otro bando haya empleado previamente; de lo contrario, habría terribles consecuencias. La tremenda incomodidad que causa todo esto suele constituir un gran incentivo para negociar algún tipo de acuerdo. Por eso mismo se dice que dos personas que hayan compartido comida, o el tipo correcto de comida, tienen prohibido hacerse daño, no importa cuán inclinados estén, por otra parte, a ello. A veces esto puede tomar una forma casi cómica, como en la historia árabe del ladrón que, mientras saqueaba una casa, metió un dedo en una jarra para ver si estaba llena de azúcar, pero halló que estaba llena de sal. Al darse cuenta de que había ingerido sal en la mesa del propietario, devolvió cuidadosamente todo lo que había robado.
Finalmente, una vez comenzamos a pensar en el comunismo como un principio moral en lugar de como una cuestión de propiedad, se hace evidente que este tipo de moralidad está presente en mayor o menor grado en toda transacción, incluso comercial. Si uno se encuentra en términos amistosos con alguien, es difícil ignorar por completo su situación. Los comerciantes a menudo bajan precios para los necesitados. Ésta es una de las razones principales por las que los tenderos, en los barrios pobres, casi nunca son del mismo grupo étnico que sus clientes; sería casi imposible, para alguien que creciera en el barrio, ganar dinero, pues constantemente le presionarían para que perdonara deudas, o al menos fuera flexible con los créditos, para con sus parientes y amigos de la escuela. Al revés, también se cumple: una antropóloga que había vivido un tiempo en la Java rural me dijo una vez que medía sus aptitudes lingüísticas por la facilidad con que conseguía regatear en el bazar. Se sentía frustrada porque nunca conseguía que le rebajaran los precios tanto como a la gente del lugar. «Bueno», le dijo finalmente un amigo javanés, «también cobran más a los javaneses ricos».
Volvemos al principio de que si la necesidad (por ejemplo, la miseria absoluta) o las habilidades (por ejemplo, riqueza más allá de toda imaginación) son suficientemente dramáticas, en esos casos, a menos que haya una total ausencia de sociabilidad, la moralidad comunista entrará en mayor o menor grado en cómo la gente hace sus cuentas. Una historia tradicional turca acerca del sufí y místico medieval Nasrudín Hodja ilustra las complejidades introducidas de esta manera a los propios conceptos de oferta y demanda:
Un día en que Nasrudín quedó a cargo de la tetería local, el rey y parte de su séquito, que habían estado cazando cerca, se detuvieron y entraron a desayunar.
«¿Tienes huevos de codorniz?», preguntó el rey.
«Seguramente puedo encontrar algunos», respondió Nasrudín.
El rey pidió una tortilla de una docena de huevos, y Nasrudín corrió a buscarlos. Una vez el rey y su séquito hubieron comido, les pasó una factura de cien monedas de oro.
El rey se quedó atónito. «¿Tan raros son los huevos de codorniz en esta región?», preguntó.
«Los huevos de codorniz no son tan raros por aquí», respondió Nasrudín. «Pero las visitas de los reyes, sí.»