El islam y el libre mercado

Por David Graeber, extracto del capítulo 10 del libro «En Deuda: Una historia alternativa de economía»

 

Occidente Cercano

ISLAM (EL CAPITAL COMO CRÉDITO)

Los precios dependen de la voluntad de Alá; es Él quien los sube y los baja.
– Atribuido al profeta MAHOMA

El beneficio de cada socio ha de estar en proporción a la inversión de cada uno en el negocio.
– Precepto legal islámico

Durante la mayor parte de la Edad Media, el nervio central de la economía mundial y el origen de sus innovaciones financieras más dramáticas no fue China ni la India, sino Occidente, lo cual, desde la perspectiva del resto del mundo, significaba el mundo islámico. Durante la mayor parte de este periodo, la cristiandad, recluida en el decadente Imperio bizantino y en los desconocidos reinos semi-bárbaros de Europa, fue prácticamente insignificante.

Debido a que la mayoría de las personas que viven en Europa Occidental están habituadas a pensar en el islam como «Oriente», es fácil olvidar que, desde la perspectiva de cualquier otra tradición, la diferencia entre cristiandad e islam es casi despreciable. Con sólo abrir un libro de, pongamos por caso, filosofía islámica medieval, se podrán descubrir las disputas entre filósofos aristotélicos de Bagdad, pitagóricos de Basora o neoplatónicos persas: básicamente, académicos que realizan el mismo intento de cuadrar la tradición religiosa revelada que comienza con Abraham y Moisés y las categorías de la filosofía griega, y hacerlo en un contexto más grande de capitalismo mercantil, religión misionera universalista, racionalismo científico, celebraciones poéticas de amor romántico y periódicos periodos de fascinación por la sabiduría mística de Oriente.

Desde un punto de vista histórico mundial, parece mucho más sensato ver judaísmo, cristianismo e islam como tres manifestaciones diferentes de la misma gran tradición intelectual occidental, que durante la mayor parte de la historia de la humanidad se ha centrado en Mesopotamia y Levante, extendiéndose, por Europa, hasta Grecia y por África hasta Egipto, llegando a veces más allá del Mediterráneo y del Nilo. Económicamente, la mayor parte de Europa estuvo, hasta quizá la Alta Edad Media, en la misma situación que África: conectada a la economía mundial, cuando lo estaba, en el papel de exportadora de esclavos, materias primas y ocasionalmente mercancías exóticas (ámbar, colmillos de elefante…) e importadora de bienes manufacturados (sedas y porcelanas de China, calicós de la India, acero árabe). Para hacernos una idea de comparación económica (pese a que los ejemplos están un tanto dispersos en el tiempo) tengamos en cuenta la siguiente tabla.

Es más, durante la mayor parte de la Edad Media, el islam fue no sólo el centro de la civilización occidental, sino su frontera en expansión, extendiéndose por África y por Europa, enviando misioneros y logrando conversos más allá del océano Índico.

La actitud predominante en el islam con respecto a los asuntos legales, gubernamentales y económicos era exactamente la opuesta a la que predominaba en China. Los confucianistas no confiaban en un gobierno mediante estrictos códigos legales, sino que preferían fiarse del sentido de la justicia inherente a todo académico culto, académico del que se asumía simplemente que formaba parte del gobierno. El islam medieval, por su parte, abrazó con entusiasmo la ley, a la que veía como una institución religiosa emanada del Profeta, pero tendía a ver el gobierno, más que a menudo, como una desafortunada necesidad, una institución que los verdaderamente piadosos harían mejor en evitar.

Esto se debía, en parte, a la especial naturaleza del gobierno islámico. Los líderes militares árabes que, tras la muerte de Mahoma en 632, conquistaron el Imperio sasánida y fundaron el Califato abásida, siguieron considerándose a sí mismos como gente del desierto, y nunca se sintieron del todo parte de las civilizaciones urbanas que llegaron a gobernar. Nunca se llegó a superar del todo esta incomodidad, por ninguno de ambos lados. El grueso de la población tardó varios siglos en convertirse a la religión de los conquistadores, e incluso cuando lo hicieron, nunca parecieron identificarse del todo con sus gobernantes. Se veía al gobierno como al poder militar: necesario, quizá, para defender la fe, pero fundamentalmente externo a la sociedad.

En parte, también, se debía a la especial alianza entre los mercaderes y el pueblo, que se alinearon contra ellos. Tras el abortado intento del califa Mamun de instalar una teocracia en 832, el gobierno adoptó una posición de no-intervención en asuntos religiosos. Las diferentes escuelas de ley islámica quedaron libres para crear sus propias instituciones religiosas y mantener sus propios sistemas de justicia religiosa.

De crucial importancia eran los ulemas, los estudiosos de la ley, que también eran los principales responsables de la conversión del grueso de la población al islam en Mesopotamia, Siria, Egipto y norte de África en aquella misma época. Pero (al igual que los ancianos a cargo de los gremios, asociaciones cívicas, hermandades religiosas y congregaciones) hicieron todo lo posible por mantener al gobierno, con sus ejércitos y ostentación, lo más alejado posible. «Los mejores príncipes son aquellos que visitan a profesores de religión», reza un proverbio, «los peores profesores de religión son los que permiten que los príncipes los visiten». Una historia turca de la Edad Media lo ilustra de manera incluso más evidente:

Una vez el rey convocó a Nasrudín a la corte.

«Dime», le dijo el rey, «tú eres un místico, un filósofo, un hombre de conocimientos poco convencionales. Últimamente me he interesado en el tema del valor. Es una pregunta filosófica interesante. ¿Cómo se establece la exacta valía de una persona o de un objeto? Pongamos por ejemplo: yo mismo. Si te pidiera que estimases mi valor, ¿qué responderías?».

«Oh», respondió Nasrudín, «diría que unos doscientos dinares».

El emperador estaba atónito. «¿Qué? ¡El cinturón que llevo puesto ya vale doscientos dinares!»

«Lo sé», contestó Nasrudín. «Ya había contado con el precio del cinturón.»

Esta separación tuvo profundas consecuencias económicas. Implicó que el Califato, y que posteriores imperios musulmanes, pudieran obrar, a muchos respectos, en gran manera como los imperios de la Era Axial (creando ejércitos profesionales, librando guerras de conquista, capturando esclavos, fundiendo botines y distribuyéndolos en forma de monedas a soldados y oficiales, para exigir que se le paguen los impuestos con ellas) pero sin tener el mismo efecto (ni siquiera acercarse) en las vidas de la gente común.

A lo largo de las guerras de expansión, por ejemplo, se saquearon enormes cantidades de oro y plata de templos, palacios y monasterios y se emplearon para acuñar moneda, lo que permitió al Califato emitir dinares de oro y dírhams de plata de notable pureza, es decir, con escaso elemento fiduciario, el valor de cada moneda casi exactamente equivalente a su peso en el metal precioso. En consecuencia, pudieron pagar a sus tropas extraordinariamente bien. Por poner un ejemplo, un soldado del ejército del Califato cobraba casi cuatro veces lo que antaño percibía un legionario romano. Se puede, en este caso, hablar de algún tipo de complejo «militar-acuñador-esclavista», pero existía en una especie de burbuja. Las guerras de expansión, y el comercio con Europa y África, producían un flujo de esclavos bastante continuado, pero, en drástico contraste con el mundo de la Antigüedad, muy pocos acabaron trabajando en granjas o talleres. La mayoría acababa como decoración en casa de los ricos, o, con el tiempo cada vez más, como soldados. A lo largo de la historia de la dinastía Abásida (750-1258) el imperio entero acabó confiando, en cuanto a sus fuerzas militares, casi exclusivamente en los mamelucos, militares esclavos altamente entrenados, capturados o comprados en las estepas turcas. Todos los Estados islámicos sucesivos mantuvieron la política de emplear esclavos como soldados, incluidos los mongoles. La política culminó en el famoso Sultanato mameluco de Egipto en el siglo XIII, aunque históricamente se trataba de un hecho sin precedentes. En casi todas las épocas y lugares los esclavos eran, por razones obvias, las últimas personas a las que se permitía estar cerca de armas. En este caso era algo sistemático. Pero, en cierto modo, también tenía mucho sentido: si los esclavos son, por definición, personas que han sido arrancadas de la sociedad, ésta era la consecuencia lógica del muro divisorio levantado entre la sociedad y el Estado islámico medieval. Los académicos de religión parecen haber hecho todo lo posible por apuntalar este muro. Una razón para la existencia de soldados esclavos era su tendencia a desalentar a los fieles de servir en el ejército (dado que implicaba combatir contra hermanos de religión). El sistema legal que crearon también se aseguraba de hacer que fuera prácticamente imposible que los súbditos musulmanes (o, en realidad, judíos o cristianos) del Califato fueran esclavizados. En esto Al-Wahid parece tener toda la razón. La ley islámica se dirigía contra todos los abusos más notables de las sociedades previas de la Era Axial. La esclavitud como consecuencia de secuestro, castigo judicial o deuda y el abandono y venta de niños, o incluso la venta de uno mismo… todo eso quedaba prohibido o era imposible de hacer efectivo. Otro tanto con las demás formas de servidumbre por deuda que habían pendido sobre las cabezas de los campesinos pobres de Oriente Medio y sus familias desde el inicio de la historia escrita. Por último, el islam prohibía estrictamente la usura, que interpretaba como cualquier arreglo por el que se prestara dinero o mercancías con intereses, fuera con el propósito que fuera.

En cierta manera podemos ver el establecimiento de las cortes islámicas como el triunfo definitivo de la rebelión patriarcal que había comenzado tantos miles de años atrás: de la moral del desierto o de la estepa, real o imaginaria, incluso a pesar de que los fieles hicieron todo lo que pudieron para mantener a los descendientes, fuertemente armados, de los auténticos nómadas confinados en sus campos y palacios. Esto fue posible gracias a un profundo cambio en las alianzas sociales. Las grandes civilizaciones urbanas de Oriente Medio habían estado siempre bajo el dominio de una alianza de facto entre administradores y mercaderes, clases ambas que mantenían a todo el resto de la población en servidumbre por deuda o en constante peligro de caer en ella. Al convertirse al islam, las clases comerciales, que durante tanto tiempo habían sido los villanos a ojos de los campesinos comunes y de la población de las ciudades, cambiaron realmente de bando, abandonaron sus prácticas más impopulares y se convirtieron en los líderes de una sociedad que ahora se definía contra el Estado.

Esto fue posible porque ya desde el principio el islam tuvo una actitud positiva hacia el comercio. El propio Mahoma había comenzado su vida adulta como mercader; y ningún pensador islámico trató jamás la honesta búsqueda de beneficios como algo intrínsecamente inmoral u hostil a la fe. Tampoco las interdicciones contra la usura (que, en su mayor parte, se hicieron efectivas, incluso en el caso de los préstamos comerciales) evitaron en lo más mínimo el auge del comercio, ni el desarrollo de complejos sistemas de crédito. Más bien al contrario: la Edad Media islámica presenció un inmediato desarrollo de ambos.

La ganancia era posible porque los juristas islámicos tuvieron buen cuidado de permitir ciertos pagos por servicios, así como otras consideraciones (sobre todo, permitir que los precios de las mercancías fueran ligeramente superiores si se compraban a crédito) que aseguraban que banqueros y comerciantes tuvieran incentivos para proporcionar servicios de crédito. Aun así, estos incentivos nunca fueron suficientes como para permitir que la banca se convirtiera en una ocupación a tiempo completo: al contrario, se podía esperar de casi cualquier mercader que operara a una escala suficientemente amplia que combinara actividad bancaria con toda una plétora de otras actividades lucrativas. En consecuencia, los instrumentos de crédito se volvieron pronto tan indispensables para el comercio que se esperaba que todo mercader de cierta prominencia guardara en depósito sus riquezas, y realizara sus transacciones cotidianas no mediante monedas, sino mediante tinta y papel. Se llamaba sakk («cheques») o ruq’a («talones») a las notas de cambio. Los cheques podían rechazarse. Un historiador alemán, escogiendo de entre una multitud de antiguas fuentes históricas árabes, señala que:

Hacia el año 900 un gran hombre pagó de esta manera a un poeta, pero el banco rechazó el cheque, así que el decepcionado poeta compuso un verso asegurando que estaría encantado de pagar un millón de la misma manera. Otro mecenas del mismo poeta y cantante (936) escribió, durante un concierto, un cheque de quinientos dinares a su favor. El banquero, a la hora de pagarle, le aseguró que era costumbre retener un dírham por cada dinar, es decir, un 10 por ciento. Sólo si el poeta accedía a pasar la tarde y la noche con él le ahorraría la deducción…

Hacia el año 1000 el banquero se había vuelto indispensable en Basora: todo comerciante tenía su cuenta en su banco, y en el bazar sólo se pagaba con cheques…

Los cheques también podían endosarse y transferirse, y las cartas de crédito (suftaja) podían atravesar el océano Índico o el Sáhara. Si no se convertían en papel moneda de facto era porque, dado que operaban de manera completamente independiente del Estado (no podían usarse para pagar impuestos, por ejemplo) su valor se fundamentaba sobre todo en la confianza y la reputación. Las apelaciones ante los tribunales islámicos solían ser voluntarias y había mediación por parte de los gremios de mercaderes y asociaciones cívicas. En un contexto así, que un famoso poeta escribiera versos satíricos contra ti por causa de un cheque rechazado era el desastre definitivo.

Con respecto a las finanzas, en lugar de las inversiones con intereses, el enfoque preferido eran las sociedades, en que (a menudo) una parte ponía el capital y la otra llevaba a cabo el negocio. En lugar de una ganancia fija, el inversor obtenía un porcentaje de las ganancias. Incluso los contratos laborales se realizaban sobre una base de porcentaje de ganancias. En todos estos asuntos, la reputación era crucial: incluso hubo un animado debate, en los principios del derecho comercial, acerca de si la reputación podía considerarse (como la tierra, el trabajo, el dinero y otros recursos) un capital. A veces los mercaderes formaban sociedades sin ningún capital, proporcionando sólo su buen nombre. A esto se lo llamaba «sociedad de buena reputación». Como explica un académico de derecho:

Con respecto a la sociedad de derecho, se la llama también «sociedad de los sin dinero» (sharika al-mafalis). Se crea cuando dos personas forman una sociedad, a fin de comprar y vender, sin capital. Se la llama sociedad de buena reputación porque su capital consiste en sus reputaciones y estatus; pues tan sólo se extiende crédito a quien tiene una buena reputación entre la gente.

Algunos académicos de la ley objetaban a la idea de que un contrato de este tipo pudiera ser legalmente vinculante que no se basaba en el depósito inicial de un capital material; otros lo consideraban legítimo, siempre que los socios realizaran un reparto equitativo de los beneficios, dado que la reputación no podía cuantificarse. Lo realmente remarcable aquí es el reconocimiento implícito de que, en una economía que opera en gran parte sin mecanismos estatales que obliguen a cumplir la ley (sin una policía que arrestara a quienes cometían fraude, o alguaciles que requisaran las propiedades de un deudor), gran parte del valor de una letra de cambio residiera, en efecto, en el buen nombre de quien la firmaba. Como señaló posteriormente Pierre Bourdieu, al describir una economía similar basada en la confianza en la Argelia contemporánea: es muy posible convertir el honor en dinero, pero casi imposible convertir dinero en honor.

Estas redes de confianza, a su vez, fueron en gran medida responsables de la expansión del islam a través de las rutas caravaneras de Asia Central y el Sáhara, y especialmente a través del océano Índico, el principal canal para el comercio medieval. A lo largo de la Edad Media, el océano Índico se convirtió, en efecto, en un lago musulmán. Los comerciantes musulmanes parecen haber jugado un papel esencial en el principio establecido de que los reyes y sus ejércitos mantuvieran sus batallas en tierra firme; los mares debían ser una zona de comercio pacífico. Al mismo tiempo el islam obtuvo un punto de apoyo en los emporios comerciales que había desde Adén hasta las Molucas gracias a que los tribunales islámicos eran perfectos para las funciones que hacen atractivo un puerto comercial: medios para firmar contratos, recuperar deudas, creación de un sector bancario capaz de redimir o transferir cartas de crédito…

La confianza que se generaba así entre los mercaderes de Malaca, el gran centro de comercio y puerta de entrada a las islas de Indonesia, ricas en especias, era legendaria. La ciudad tenía barrios suajili, árabe, egipcio, etíope y armenio, así como barrios para mercaderes procedentes de diferentes regiones de la India, China y el sudeste asiático. Aun así se decía que sus mercaderes despreciaban los contratos legales y preferían cerrar sus transacciones «con un apretón de manos y una mirada al Cielo».

En la sociedad islámica, el mercader se convirtió no sólo en una figura respetada, sino en una especie de ejemplo: como el guerrero, era un hombre de honor capaz de acometer empresas de largo alcance; a diferencia del guerrero, era capaz de hacerlo sin hacer daño a nadie. El historiador francés Maurice Lombard traza una imagen sorprendente, si bien algo idealizada, del mismo, «en su mansión urbana, rodeado de esclavos y séquito, paseando por sus colecciones de libros, recuerdos de sus viajes y raros ornamentos», así como por sus libros de cuentas, correspondencia y cartas de crédito, versado en las artes de la contabilidad doble, de los códigos secretos alfanuméricos, dando limosnas a los pobres, apoyando los centros de culto, quizá dedicándose a escribir poesía, y siempre capaz de convertir sus enormes crédito y reputación en grandes reservas de capital apelando a su familia y socios. La imagen de Lombard se ve sin duda influida por el Simbad de Las mil y una noches, quien, tras pasar su juventud en peligrosas aventuras comerciales en tierras distantes, se retiró finalmente, rico más allá de toda imaginación, pasando el resto de su vida entre jardines y jóvenes danzarinas, contando bellas historias de sus aventuras. He aquí un atisbo, desde la perspectiva de un simple porteador (también llamado Simbad) cuando acude a casa del amo, convocado por el paje:

Halló que se trataba de una mansión de considerable tamaño, radiante y majestuosa, hasta que le llevaron a una gran sala de estar desde la que divisó un grupo de nobles y grandes señores sentados a mesas adornadas con todo tipo de flores y hierbas perfumadas, además de una gran cantidad de exquisitas viandas y frutas secas y frescas, así como dulces y vinos de las mejores añadas. Había también instrumentos musicales y regocijo, y hermosas esclavas tocando y cantando. Todos estaban dispuestos de acuerdo a su rango, y en el lugar de honor había un hombre de aspecto noble y venerable, cuya barba era ya cana en los lados, de considerable estatura y noble porte, aspecto agradable y revestido de gran dignidad, seriedad y majestad. De modo que Simbad el Porteador quedó confundido ante lo que veía y se dijo a sí mismo: «¡Por Alá, debe ser el palacio de un rey o un trozo del Paraíso!».

Vale la pena citarlo, no sólo porque representa un cierto ideal, una imagen de la vida perfecta, sino también porque no existe ningún paralelismo en el cristianismo. Resulta imposible hallar un pasaje semejante en, pongamos por caso, un romance medieval francés.

La veneración hacia la figura del mercader tan sólo podía equipararse con lo que puede llamarse la primera ideología de libre mercado del mundo. Ciertamente, hay que tener cuidado en no confundir ideales con realidad. Los regímenes islámicos empleaban todas las estrategias habituales para manipular las políticas fiscales a fin de impulsar el crecimiento de los mercados, y periódicamente intentaban intervenir en la legislación comercial. Aun así, había una fuerte oposición popular a que lo hiciera. Una vez liberado de sus antiguas plagas de deuda y esclavitud, el bazar local se había convertido, para la mayoría, no en un lugar de peligros morales, sino en exactamente lo opuesto: la más alta expresión de libertad humana y solidaridad comunal, y que debía ser protegido asiduamente, por lo tanto, de la intrusión estatal.

Había una especial hostilidad hacia todo lo que oliera a fijar precios. Una historia, ampliamente repetida, cuenta que el mismísimo Profeta se había negado a forzar a los mercaderes a bajar precios durante una época de escasez en la ciudad de Medina, alegando que hacerlo sería sacrilegio, puesto que en una situación de mercado libre «los precios dependen de la voluntad de Dios». La mayoría de los académicos de derecho interpretaban que la decisión de Mahoma significaba que toda interferencia gubernamental en los mercados debía considerarse sacrílega, pues Dios había diseñado los mercados para que se regularan por sí mismos.

Si todo esto resulta muy parecido a la «mano invisible» de Adam Smith (que era también la mano de la Divina Providencia) puede que no sea del todo una coincidencia. En realidad, muchos de los argumentos y ejemplos específicos que emplea Smith parecen remontarse directamente a tratados económicos de la Persia medieval. Por ejemplo, su argumentación de que el intercambio es el resultado natural de la racionalidad y el habla humana no sólo aparece ya tanto en Al-Ghazali (1058-1111) como en Al-Tusi (1201-1274), sino que ambos emplean exactamente el mismo ejemplo: que nadie ha visto nunca que dos perros intercambiaran huesos. De manera incluso más dramática, el ejemplo más famoso que emplea Smith para la división del trabajo, la fábrica de agujas, en que se necesitan dieciocho operaciones diferentes para crear una aguja, aparece ya en Revivificación de las ciencias religiosas, de Al-Ghazali, donde describe una fábrica de agujas en que se precisan veinticinco operaciones diferentes para crear una aguja.

Las diferencias, sin embargo, son tan significativas como los parecidos. Un ejemplo revelador: al igual que Smith, Al-Tusi comienza su tratado económico con un debate acerca de la división del trabajo, pero mientras que para Smith se trata de «una consecuencia natural de la propensión a intercambiar» en búsqueda del beneficio individualpara Al-Tusi era una consecuencia de la ayuda mutua:

Supongamos que todo individuo tuviera que preocuparse de conseguir su sustento, ropa, residencia y armas; que adquiriera primero las herramientas de carpintero y de herrero, que dispusiera herramientas e implementos para sembrar y cosechar, moler, amasar, hilar y tejer… Evidentemente no podría hacer nada correctamente. Pero cuando los hombres se ayudan unos a otros, cada uno de ellos realizando una de estas tareas que, juntas, quedan más allá de su capacidad, y siendo justos en las transacciones, siendo generosos al dar y recibir a cambio del trabajo de los demás, pueden conseguir su sustento, y se asegura así la sucesión del individuo y la supervivencia de la especie.

En consecuencia, asegura, la Divina Providencia ha dispuesto que tengamos diferentes habilidades, deseos e inclinaciones. El mercado es simplemente una manifestación más de este principio general de ayuda mutua, del encaje de las habilidades (oferta) y necesidades (demanda), o, traduciéndolo a los términos que empleé antes, no sólo se basa en, sino que es una extensión natural de ese tipo de comunismo de base en que debe basarse, en definitiva, toda sociedad.

Nada de todo esto implica que Al-Tusi sea, de ningún modo, un igualitario radical. Más bien al contrario: «Si todos los hombres fueran iguales», insiste, «perecerían». Necesitamos diferencias entre ricos y pobres, insiste, tanto como las necesitamos entre carpinteros y agricultores. Aun así, una vez se partió de la npremisa inicial de que los mercados se basan en la cooperación más que en la competición (y dado que, pese a que los pensadores islámicos aceptaban y reconocían la necesidad de competición en los mercados, nunca la vieron como su esencia) las implicaciones morales fueron muy diferentes. La historia de Nasrudín y los huevos de codorniz puede ser una broma, pero los filósofos éticos musulmanes a menudo hacían frente común con los mercaderes para cargar precios a los ricos a fin de poder cobrar menos (o pagar más) en sus tratos con los menos afortunados.

El enfoque de Al-Ghazali con respecto a la división del trabajo es similar, y su relato acerca de los orígenes del dinero es, como mínimo, incluso más revelador. Comienza con algo que recuerda mucho al mito del trueque, con la excepción de que, como todos los escritores de Oriente Medio, comienza no con imaginarios habitantes de una tribu primitiva, sino con extranjeros que se encuentran en un mercado imaginario:

A veces una persona necesita algo que no tiene y tiene algo que no necesita. Por ejemplo, tiene azafrán pero necesita un camello para transportarlo, y alguien que tiene un camello no lo necesita en ese momento, pero quiere azafrán. Por tanto, hay necesidad de un intercambio. Sin embargo, para que haya un intercambio ha de haber una manera de medir ambos objetos, pues el dueño del camello no puede entregar todo el animal a cambio de cualquier cantidad de azafrán. No existe ninguna similitud entre azafranes y camellos, por lo que no se puede dar una igualdad por cantidad y peso entre ellos. Similar es el caso de quien quiere una casa pero posee telas, o desea un esclavo pero posee calcetines, o desea harina pero posee un burro. Estos bienes no guardan una proporcionalidad directa, de modo que nadie puede saber cuánto azafrán equivale a un camello. Este tipo de trueques sería muy difícil.

Al-Ghazali también observa que podría darse el caso de que una persona no quisiera lo que tiene la otra, aunque lo hace casi a modo de ocurrencia secundaria. Para él, el verdadero problema es conceptual. ¿Cómo se comparan dos cosas sin cualidades en común? Su conclusión: sólo se puede hacer comparándolas ambas con una tercera cosa que no tenga ningún tipo de cualidad.

Ésta es la razón, explica, por la que Dios creó los dinares y los dírhams, monedas hechas de oro y de plata, dos metales que, de otra manera, no son útiles para nada.

Los dinares y dírhams no se crearon con ningún propósito en particular: por sí mismos son inútiles; son como piedras. Se crearon para circular de mano en mano, para gobernar y facilitar las transacciones. Son símbolos para conocer el valor y el grado de los bienes.

Pueden ser símbolos, unidades de medida, porque a causa de su propia carencia de utilidad carecen de toda característica excepto el valor:

Una cosa sólo se puede unir a otras cosas si no tiene una forma o característica única y propia. Por ejemplo, un espejo, que no tiene absolutamente ningún color, puede reflejar todos los colores. Lo mismo ocurre con el dinero: no tiene ningún propósito excepto servir como medio para el propósito de intercambiar bienes.

De esto también se desprende que prestar dinero con intereses ha de ser ilegal, puesto que significa emplear el dinero como un fin en sí mismo: «El dinero no se creó para ganar dinero». En realidad, dice, «en relación a otros bienes, los dírhams y dinares son como preposiciones en una oración», palabras que, como aseguran los gramáticos, se emplean para dar sentido a las otras palabras, pero sólo pueden hacerlo porque, por sí mismas, no tienen sentido. El dinero es, por tanto, una unidad de medida que proporciona una manera de tasar el valor de los bienes, pero también una medida que puede operar así sólo si permanece en constante movimiento. Entrar en transacciones monetarias sólo para ganar más dinero, incluso si se trata de un asunto de DA-M-DB (no hablemos ya de un asunto de DA-DB) sería, según Al-Ghazali, como secuestrar a un mensajero.

Aunque Al-Ghazali sólo habla de oro y plata, lo que describe (el dinero como símbolo, como medida abstracta, sin cualidades propias, cuyo valor sólo se mantiene gracias al movimiento constante) es algo que no se le habría podido ocurrir a nadie que no viviera en una época en que fuera completamente normal emplear el dinero de manera puramente virtual.

Gran parte de nuestra doctrina de libre mercado, pues, parece proceder de un universo social y moral muy diferente. Las clases mercantiles del Occidente Cercano medieval lograron una hazaña extraordinaria. Al abandonar las prácticas de usura que las habían hecho tan aborrecibles para sus vecinos unos siglos antes, consiguieron convertirse, junto con los maestros religiosos, en líderes de sus comunidades; comunidades que aun hoy se consideran organizadas, en gran medida, alrededor de dos polos: la mezquita y el bazar. La extensión del islam permitió que el mercado se convirtiera en un fenómeno global, que operaba en gran medida independientemente de los gobiernos, de acuerdo a sus propias leyes internas. Pero el hecho de que se tratara, en cierta manera, de un mercado genuinamente libre, no uno creado por el gobierno y respaldado por su policía y sus prisiones (un mundo de tratos sellados con un apretón de manos y promesas de papel sólo respaldadas por la integridad del firmante), significa que nunca pudo ser, en realidad, el mundo imaginado por quienes posteriormente adoptaron muchas de las mismas ideas y argumentos: el de individuos solamente interesados en su propia ganancia, compitiendo, por cualquier medio a su alcance, por obtener una ventaja material.